Recordar, conmemorar... el deseo de evocar con nostalgia un vívido sueño en el cual se roza el cielo con la punta de los dedos.
Rocamadour miraba nervioso la hora. La aguja marcaba ya las cuatro. Recostado en el muro del parque, mirando cómo el pálido sol se asomaba entre nubes difusas, Rocamadour empezaba a resignarse.
Se habían dado cita a esa hora. "Yo llegaré", le había dicho. Rocamadour había llegado quince minutos antes, después de salir del trabajo. Bien vestido, con su mejor perfume, con ilusión infantil, había caminado ya tres veces el parque, y por inercia (¿o instinto?) había llegado al estanque. Era primavera. Los patos nadaban alegres en el agua, sin esperar a nadie. La gente alrededor conversaba animada. Y Rocamadour, recostado en aquél muro, sólo tenía mente para pensar en ella.
Ya empezaba a darlo por imposible. Era en sí complicado. No hubiese sido necesaria una excusa, pero ambos anhelaban por vez primera un tiempo juntos, para expresar con tranquilidad tantas cosas. Porque hay cosas que la gente no entiende. Hay cosas que la gente no toleraría. No quería Rocamadour que fuese una travesura: ahí él estaba, renunciándolo a todo. Exponiéndose en el sitio más público de la ciudad. Hubiese sido tonto pensar que jugaba a la escondidas. Rocamadour había sido otrora experto en ese juego... pero esta vez era distinto. No buscaban ocultarse, buscaban tranquilidad.
Esperaría hasta la muerte por ella.
Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. Anda por la espalda, por los brazos, por la frente. Volaba, ese tiempo, cuando hablaban. No habría mucha espera en tres minutos, tres horas, tres años. No se detendría. Rocamadour se dejaría llevar en ese río, le nacía ser paciente, ella vale la lucha y la espera. De repente, la vió.
Ella. También acabando de saltar al vacío. Rocamadour se sumergió en su mirada.
Se saludaron con una sonrisa, ambos sin poderlo creer. Estaba sucediendo. En verdad, estaban ahí. Michelle, empezando a ser grande. Rocamadour, sintiéndose niño, soñando despierto. Caminaron junto al estanque, sin importarles nada ni nadie, con pies de algodón. Se sentaron luego en una banca a mirar el paisaje. Cruzaban palabras de vez en cuando, los signos de puntuación de la conversación fueron tímidas miradas llenas de tanta tenura, que duraban sólo fracciones de segundo. Ella no dejaba de sonreir. A Rocamadour le sudaban las manos.
Habría pasado alrededor de una hora, cuando Rocamadour se llenó de un extraño valor. Giró su cabeza, se acercó a su oído, y le susurró:
- "Te quiero mucho".
- "Te quiero mucho".
- "Yo también" - dijo ella, casi sin aire.
Se acercó un poco a él, y recostó su cabeza en su hombro. Sus manos se acercaron, y se estrecharon dulcemente. Nadie había alrededor; sólo ella, Rocamadour, y sus manos estrechadas, transmitiendo la calidez de sus sentimientos noveles. De puro nerviosismo, Rocamadour hizo un apunte algo extraño sobre cuán pequeñas eran las manos de ella en comparación con las suyas, lo que les causó gracia. Rocamadour sólo deseaba poder estrechar esas manos como de bebé, para siempre. Que ese instante no acabara nunca. Tal vez, ella deseó lo mismo.
Fueron luego por un helado. Ella tendría que marcharse pronto, al ponerse el sol. Caminaron con el helado por el parque, con sus luces, el cielo anaranjado del atardecer dándole la bienvenida a la noche. Conversaron alegremente, pretendiendo alargar un poco más ese instante de tiempo. De vez en cuando, al caminar, sus manos se rozaban, y quedaban estrechadas por un rato. Esas manos, esas miradas, esas sonrisas, compartían a la vista del mundo entero el más dulce secreto.
Llegaron a una fuente, y se sentaron a esperar. Estaban tan cerca, que podían escuchar los latidos del otro. En un silencio eterno, Rocamadour se llenó otra vez de valor, y pegado a su oído, le repitió aquel "Te quiero" del alma, una y otra vez, "te quiero, te quiero, je t'aime, mon bebé, mon amour"... Ella no se contuvo, volteó su rostro contra el de él, y le dio un tierno beso. 6:45, la tarde en que la Tierra se detuvo.
Aún no sabe Rocamadour cuánto duró. Quizás sólo fue medio segundo, pero a él le parecieron horas. Aún sigue durando, en su alma. Lloró su corazón de alegría. Su último primer beso. Ella, sin poder creer lo que había hecho, refugió su cabeza en el pecho de un Rocamadour que sabía no podría volver a conciliar el sueño. No dejaron de sonreír.
- "¡No puedo creerlo! En verdad... no puedo creerlo... ¡En serio lo hiciste!"...
A los cinco minutos ella se fue, tan de repente como había llegado. Rocamadour quedó vagando por las calles de la ciudad, con el peso de los pensamientos en su cabeza, flotando a tres centímetros del pavimento. Durante tres noches, sólo tres palabras fueron inquilinas en su mente: Ella me besó.
En instantes de soledad, Rocamadour aún recuerda esa maravillosa tarde, como ninguna. Aún no entendiendo si lo vivió en otra piel, si le pertenece a otra vida. Circunstancias lógicas y otros argumentos edificaron una muralla entre los dos. Espera que, cuando ésta se derrumbe, ella siga del otro lado. Hay momentos en que quiere darse la vuelta y marcharse, pero recuerda una promesa, vale la pena la espera. En su nombre, él me pidió escribir estas líneas, en honor a aquél 5 de Julio mágico.
Ya no lloro más, estoy contenta, pero es tan difícil entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un poco eso que los otros entienden enseguida, pero ellos que todo lo entienden tan bien no te pueden entender a ti y a mí, no entienden y en realidad no les importa, y a mí que tanto me importa solamente sé que no te puedo tener conmigo, que tengo que estar sola, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto.
Gracias, Cortázar.
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